“Encontré a Ile entre los escombros una semana después del atentado, el lunes a las cinco de la mañana. La reconocí por su anillo”, cuenta sobre el escenario de la calle Pasteur, en Buenos Aires, Ariel Mercovich, hermano de Ileana. La mujer tenía 21 años cuando murió en el estallido del edificio. Se había quedado a dormir en lo de su novio y aquel 18 de julio de 1994, hace justo 30 años, se acercó a la bolsa de trabajo de la AMIA porque quería pagarse sus estudios. Ariel dice que la culpa lo persigue 30 años después. “Si la hubiese ayudado no habría venido a la AMIA cuatro minutos antes de las 9.53. Lo que viví esos días se convirtió en pesadillas que me acompañaron durante muchos años. Parte de mí murió debajo de los escombros.”
Emiliano Brikman “se levantó temprano, pese a que ese día escuchamos música hasta las cinco de la mañana”, recuerda su hermana Jessica. “Llama entones por teléfono un amigo que tenía que acompañarlo y se había quedado dormido. Me contó que habían volado la AMIA. Trepé entre los escombros, buscándolo. Como era instructor de karate era muy fuerte y esperaba encontrarlo deambulando por ahí. Lo encontraron destrozado a los siete días”, bajo los restos del edificio y levanta un brazo para mostrar un trozo de roca que estaba sobre el cuerpo de su hermano.
Ramón Gutmann trabajaba en el cuarto piso. El edificio implosionó y quedó en un pequeño hueco entre dos vigas que lo protegieron. Empezó a dar pequeños gritos para no quedarse sin aire envuelto en una nube de polvo. Un policía pasó por allí. Se llamaba Ángel y no es casualidad. Con el temor de que todo se desmoronara logró, ayudado por otros colegas, a rescatarlo. Ramón, como todos los que sobrevivieron al atentado de la AMIA quedó con profundas huellas sicológicas.
Mirta Strier decidió entrar a su trabajo en esta mutual judía un poco antes “para sacar unas fotocopias relacionadas con la historia de la migración” en Argentina, recuerda hoy su hermana Patricia. “Sus hijos le habían pedido que dejase ese trabajo luego del atentado contra la embajada de Israel, en 1992, pero ella amaba lo que hacía”, lamenta Patricia.
Así podríamos estar horas y horas contando de los 85 asesinados y más de 300 heridos del atentado más grande contra objetivos judíos fuera del Israel después de la Segunda Guerra Mundial. Parece inútil esperar que se descubran quiénes fueron los autores materiales e intelectuales más allá de culparse globalmente a Irán. Más vergonzoso aún es que han pasado 30 años, la sirena sigue sonando cada 18 de julio y no se sabe quiénes fueron todos los encubridores y por qué.
Hace un mes, la Corte Interamericana de Derechos Humanos declaró responsable a la Argentina por la violación impune a los derechos de las víctimas en el esclarecimiento del atentado. La Corte afirmó que el Estado “incurrió en una falta grave a su deber de investigar uno de los mayores atentados terroristas en la historia de la región.
Son tres décadas en que se sucedieron juicios amañados en los que solo se dieron unas pocas penas y más livianas que si se hubieran robado un auto. Jueces corruptos, gobiernos indiferentes, documentación quemada adrede y otras irregularidades se ríen hoy de las víctimas y sus sobrevivientes, que siguen aún golpeando la puerta de la Justicia argentina que, como suele ser habitual, está atacada de una cómplice sordera. ¿Quieren un dato más actual y claro?: ni siquiera hay un juez designado para la causa.