Por Néstor Saavedra
Cuando al escritor argentino Ernesto Sábato le preguntaron en un programa de televisión en España si, además de hijo, había sido amigo de su padre, respondió que la amistad del padre con los hijos en un error o una mala definición de la palabra amistad.
Agregó que la amistad se verifica entre iguales y que el padre debe estar necesariamente en otra jerarquía, lo que ayuda al desarrollo del hijo, ya que este necesita apoyarse en alguien superior y fuerte. Sábato también señaló que «el sistema de padre e hijo es multimilenario y ha sido probado por todas las comunidades y todas las civilizaciones».
Son palabras muy sabias. Con mi padre, afortunadamente, no fuimos amigos sino papá e hijo. Mis amigos son más condescendientes, menos severos, más cómplices. Nadie sostiene una relación amistosa para que lo reten o lo levanten temprano para ir a la escuela.
Como sociedad necesitamos más relaciones de padre e hijo, donde la autoridad del primero, basada en la irresistible fuerza del amor, moldee a quien crece en este mundo, plagado de inconveniencias y problemas. Esto no quita, por supuesto, que se comparta la pasión por un juego de baloncesto o un buena serie de Netflix, pero si el vínculo se resume en estos divertimentos no alcanza.
Los niños actualmente reclaman a gritos la atención de sus padres. No importa la clase social ni la condición humana: una influencia paterna conduce a obtener un Premio Nobel o a asesinar en la calle. Forma o deforma: jamás es neutra. Depende del padre, porque eligió, le guste o no le guste, tener un hijo.
Está muy bien que se modifique un Código Penal o un Código Laboral, pero ninguna ley, ninguna policía, ningún tribunal podrá cambiar, en profundidad y por convicción personal, la conducta de una sociedad como puede hacerlo cada padre con cada hijo.
«¿Sabe por qué no salgo a robar?», me preguntó un viejo amigo. «Porque mis padres me enseñaron a ser buena persona. No porque la religión, ni la ley lo prohíban», agregó. ¡Feliz Día, padres!