El presidente Juan Domingo Perón, en su tercer mandato, viaja en junio de 1974 a Paraguay para devolver atenciones al mandatario de ese país. Al volver se lo ve muy desmejorado. El plan económico que ha elegido está fracasando. El día 12 se entrevista con un viejo rival político, Ricardo Balbín. Le confiesa que se siente muy mal de salud.
A continuación, habla por televisión y deja asomar una posible renuncia cansado de su “sacrificio”. La principal organización sindical realiza, entonces, un paro y convocatoria para animar al líder. Perón habla desde el balcón del Palacio de Gobierno y, como si presintiera que quedaba poco tiempo para testar la conducción, dice: “mi único heredero es el pueblo”.
Una semana más tarde, lo que ha empezado como un resfriado se convierte en un problema respiratorio agudo. El 29 de junio firma sus últimos dos decretos: la aceptación de la renuncia del presidente anterior, Héctor Cámpora, a la embajada de México y la delegación del mando en su vicepresidenta y esposa, María Estela Martínez, más conocida como “Isabelita”.
El frío primer día de julio de hace exactamente medio siglo encuentra al gabinete reunido en la casa presidencial. A las 10.30 se escuchan gritos y se ven corridas: Perón ha muerto. A las 13, los médicos declaran oficialmente el fallecimiento. El país se estremece y se divide. Para muchos se acaba el grave problema de la nación. Otros lloran, se desesperan y guardan luto como si hubiera muerto un padre.
Lo cierto, lo concreto, es que se va el hombre más importante de la historia argentina de los últimos 30 años. Amado y odiado, pero nunca olvidado. Es el único presidente que estuvo al frente del país en tres períodos, el que llegó más anciano al poder y el único que, hasta ese momento, había sido reelegido en forma consecutiva e inmediata.
El peronismo que creó es tan abarcador, que de sus filas salieron presidentes con visiones tan opuestas, como Carlos Menem y Néstor Kirchner. Si bien tomó muchos conceptos de otros partidos políticos, como el socialismo y el radicalismo, su doctrina fue sui generis y marcó una forma de encarar la función del Estado y, aún más, de difundirla.