Cumple cuatro décadas una película icónica de Argentina, esencial para entender mucho de este país

Por Néstor Saavedra

El 6 de mayo de 1985 se estrenaba en los cines de Argentina el filme Esperando la carroza, dirigido por Alejandro Doria. La crítica y el público no le dieron mayor importancia. El tiempo fue pasando, la película se vio por Función privada, un recordado programa de la televisión nacional, y, de a poco, se transformó en una referencia para comprender la Argentina de ese entonces, que aún se arraiga en el ser argentino actual.

Las contradicciones de Esperando la carroza le dan gran parte de esa riqueza. Por ejemplo, el papel de Mamá Cora, una abuela con serios problemas escleróticos, ¡fue interpretado por un varón! O el guion de una película tan «argentina» ¡fue escrito por un rumano de cuna judía y nacionalidad uruguaya! Y así podríamos seguir con más rarezas.

Esperando la carroza alcanzó la cúspide del género conocido como «grotesco» en el que se aplica una alta dosis de humor a situaciones que, normalmente, son trágicas o dramáticas. En este caso, el cine se burla de familias típicas de la clase media de la Ciudad de Buenos Aires y sus alrededores, donde prevalecen las mentiras, los engaños sexuales, las envidias, las desconfianzas y una serie de terribles situaciones y condiciones que han impregnado, en mayor o menor grado, a miles de familias en la vida real.

La película, que no fue presentada con ninguna intención didáctica, nos enseña, sin embargo, que es mucho mejor reírse de las desgracias y los males, que llorar y amargarse por ellos. En Esperando la carroza no se vislumbra ningún tipo de solución a esta hipocresía: el argumento no la necesita porque solo pretende mostrarla y darles un tono disparatado a un velorio, a la responsabilidad de cuidar a una madre enferma, al vínculo entre cuñadas mentirosas, a la indiferencia frente al hambre de los seres queridos…

Las máscaras del teatro clásico son la tragedia y la comicidad. Esperando la carroza las unió como, hasta mi modesta opinión, ninguna otra película argentina, aunque tenga algo de Mateo (1937) y de El hincha (1951).

A cuarenta años del estreno tiene miles de fanáticos, con grupos de «carroceros» que estallan en las redes sociales, y hasta la casa donde se filmó permanece en pie y es considerada casi un santuario del cine nacional en el pequeño barrio capitalino de Versalles.

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