«Así volví a caminar tras perder ambos pies en accidente»: historia de azafata colombiana en República Dominicana

El 27 de agosto de 2024 está marcado en mi cuerpo como una línea que divide mi vida en dos. Hasta esa tarde, yo era una mamá colombiana común que vivía en República Dominicana. Una mujer de 33 años que organizaba los días en función del colegio de los niños, las meriendas, las idas al parque, las mochilas, los uniformes.

A veces, cuando me tocaba trabajar como auxiliar de vuelo, los dejaba con la niñera o los suegros y volaba a Fort Lauderdale, donde pasaba 10 o 12 días en los cielos y los aeropuertos y volvía a casa apenas podía, porque todo lo que yo quería era estar con mis hijos y disfrutar mi rutina con ellos de salir a caminar, a jugar, a comernos un helado. Yo quería vivir suave, vivir bonito.

Y eso hacíamos ese fin de semana, una despedida de vacaciones en un resort en Punta Cana. Era el último día antes de que los niños volvieran a clases. Comimos, reímos, empacamos nuestras cosas y nos subimos al carro con destino a Santo Domingo. Teníamos planeado llegar a casa, comer, meterlos en sus pijamas y acostarlos temprano. Al día siguiente empezaba la rutina escolar.

Pero la vida se puede partir en dos en cuestión de segundos.

El zigzag que lo cambió todo
Eran más o menos las 4:30 de la tarde. Yo sabía que algo no estaba bien. Mi esposo había bebido, y aunque le pedí varias veces que me dejara manejar, no quiso. “Tú tranquila, yo manejo”, me decía. Incluso se quedó dormido en un semáforo. Cuando volvió en sí, casi atropella a una pareja en moto. Yo le rogué otra vez que me dejara manejar. Me miró y me dijo: “¿Quieres ver lo que es manejar mal?” Giró el volante en un zigzag y ahí, en ese segundo que no se puede borrar, el carro perdió el control.

Cruzamos dos carriles a toda velocidad sin chocar con nadie, un milagro que no entiendo, y luego… el golpe. El mundo se puso negro.

Volví en mí minutos después, todavía colgando del cinturón, boca abajo, atrapada en el asiento. El carro estaba hecho trizas. Yo miraba desesperada buscando a mis hijos, pero ya no estaban. Tampoco mi esposo. Solo yo seguía atrapada.

No podía abrir la puerta porque las barras metálicas que instalan en los bordes de las carreteras la atravesaron ni podía soltarme del cinturón. Pensé que el carro iba a explotar y que ahí se acababa todo. En ese momento, todavía no sabía que ya no tenía pies.
“¡No tengo pies! ¿Cómo voy a salir?”

Un hombre logró soltarme y caí al piso del carro. Cuando me dijeron que saliera, ahí lo noté y lo primero que dije fue: “¡No tengo pies! ¿Cómo voy a salir?” Entonces escuché a mi esposo gritar, como loco. Mientras tanto, otras personas me jalaron, me sacaron del carro, me dejaron en la orilla de la carretera, sobre el pasto.

Yo intentaba detener la sangre, tocarme las piernas, entender, mientras sentía el roce del césped como cuchillas. Le pedí a un señor su camisa para cubrirme y él me la dio sin dudar. Yo se la puse a mis muñones, que todavía no entendía del todo.

El cielo estaba hermoso, azul, perfecto, y yo pensaba: me voy a morir viendo este cielo. También pensaba en mis hijos y en que iban a crecer sin mamá.



La ambulancia que nunca llegaba
Y entonces, apareció mi hija mayor. Me pasó un teléfono. Era Juli, mi hermana. Le dije con voz quebrada, como si me despidiera de la vida: “Tuvimos un accidente. Me estoy muriendo. Cuídame los niños.” Luego se llevaron el teléfono y empezó la espera más larga de mi vida por la ambulancia que no llegaba.

Sentía calor, un calor que subía desde dentro, como si el cuerpo se rindiera. Había gente tomando fotos, grabando y yo les decía, o más bien les rogaba: «No hagan eso, por favor.» Me sentía violada, expuesta, en el momento más duro y vulnerable de mi vida, como si mi dolor fuera un espectáculo.

Cuando por fin llegó la ambulancia, el efecto de la adrenalina en mi cuerpo se dispersó y sentí el dolor, el más grande de mi vida. Me dolía tanto que pedía algo, lo que fuera. Pero me decían: “No tenemos nada.” El camino se sintió eterno, aunque me dijeron que solo fueron unos siete minutos. Siete minutos que parecían veinte, treinta, toda una vida.

Al llegar al hospital, me dejaron en un cuartito en emergencias. Sola. Sola con el dolor, con la sangre, con el terror. Les suplicaba: “Déjenme morir.” Me parecía más fácil, más lógico. Un doctor entró y me hizo torniquetes en las piernas para detener el sangrado y el dolor fue inhumano. Sentía que ya no quedaba más de mí.

Luego me entraron a un quirófano. La anestesióloga fue la primera mano dulce que sentí y con su voz tranquila me dijo: “Te voy a dar algo, tranquila.” Y me durmió.

Sola, rota, y en duelo
Cuando desperté, estaba en la UCI, entubada. Luces blancas, sonidos de máquinas, tubos. Quise arrancarme todo, pero me dijeron que no lo hiciera y me desentubaron. Me hablaron. Me dijeron que mis hijos estaban bien y que mi familia estaba ahí para verme. Pero yo seguía atrapada en el 27 de agosto. No entendía que había estado en coma hasta el día siguiente. Todo me parecía parte de la misma pesadilla.

Pedí ver primero a mi mamá, que había viajado desde Colombia tan pronto se enteró del accidente, y a mi hija mayor. Cuando las vi, el mundo se me vino encima. Mi hija llorando, mi mamá aguantando, y yo, sintiéndome culpable, como si les hubiera fallado. Lloré tanto.

Luego entraron mi papá y mi hermana, que habían viajado también desde New Jersey. Tenerlos cerca era lo que me sostenía, pero la mayoría del tiempo en la UCI estaba sola.

Sola, sintiéndome rota. Me preguntaba cómo iba a criar a tres hijos sin pies. Cómo iba a existir sin caminar. Me drogaban con morfina, con codeína, pero el dolor no se iba del todo. Cuando bajaba el efecto, el dolor volvía, agudo, insoportable.

Tenía el nivel de mioglobina por las nubes y riesgo de sufrir rabdomiólisis porque cuando el músculo sufre un daño como el que yo sufrí, una proteína llamada mioglobina es secretada en el torrente sanguíneo y su descomposición puede dañar las células renales.

Podía perder los riñones y quedar en diálisis de por vida, pero me recuperé y mi familia empezó a llamarme “Milagritos”.

Pasaron semanas así. Creo que fueron tres. Días lentos, largos, con visitas, con médicos, con los famosos “miembros fantasma” que me dolían como si aún los tuviera. Sentía el dedito chiquito con calambre, pero ¿cómo se calma un dolor que viene de algo que ya no está?

Me acompañaba mi familia. Mi papá, su esposa, mi mamá, Juli. Todos. Menos mi esposo. A él no lo quise ver. No podía. Estaba furiosa. En su cumpleaños, el 1 de septiembre, acepté. Lo vi y fue devastador.

El miedo de volver a casa
Volver a casa fue una de las cosas más difíciles que me han pasado. Me aterraba. No quería volver. Sentía que cruzar esa puerta era aceptar por completo lo que había pasado, convertirlo en una realidad irrefutable. Y además, tenía miedo de cómo iba a enfrentar el dolor sin los calmantes del hospital, sin el equipo médico, sin las enfermeras que sabían qué hacer. Me aterraba la mirada de la gente, los comentarios, el silencio.

La casa ya no era mi casa. Era otra. Un lugar donde yo solo podía estar tirada en la cama o en el sofá, sin poder hacer nada. Ni moverme sola, ni cuidar a mis hijos, ni limpiar, ni cocinar, ni ir al supermercado, que era una de las cosas que más me gustaban.

Antes yo era una mujer activa. Volver fue como entrar en una prisión donde solo podía respirar y yo pensaba: esto no es vida. Esto no es vida. Yo no puedo.

Claro que estuve deprimida. En shock. En duelo. Me tenían que medicar para poder dormir, porque me despertaba gritando, llorando, insultando, repitiendo el accidente una y otra vez en sueños.

El trauma me ahogaba. Cada noche era una película de terror en bucle. Mi familia tenía que obligarme a comer, a hidratarme, a tomarme los sueros. Yo no quería nada. Nada tenía sentido.
Y con mis hijos… Me sentía una mala madre. Incapaz. Inútil. No podía vestirlos, no podía jugar, no podía cargarlos. El accidente me robó incluso eso.

Mi bebé menor todavía tomaba pecho y el día del accidente fue la última vez que la alimenté. Nunca me pude despedir de ese vínculo. Nunca imaginé que ese sería el último momento.
Santi, el del medio, fue el que más lo sintió. A veces venía y me decía: “Mamá, el carro se volteó, mucha sangre, mucha sangre.” Y yo le decía: “Sí, mi amor. Ahí perdí los pies.” Y él, con su vocecita dulce, preguntaba: “¿Y adónde están?” “En el cielo”, le decía yo. “¿Y el carro?” “En el cielo también.” A veces sentía que hablábamos de ángeles.

Adaptarse desde cero
Adaptarme fue otra batalla. Primero conseguimos una silla de ruedas. Yo no podía ni bañarme y dependía de todos. De que me movieran, de que me limpiaran. Usaba pañales. No podía subir ni bajar sola. Tuvimos que conseguir una cama de hospital para que pudiera al menos acomodarme mejor.

Salí del hospital con un tratamiento llamado terapia de vacío en el muñón derecho, para preparar la piel para un injerto. Esa terapia es un aparato que succiona, que hay que cuidar, limpiar, proteger. Imagínate tener una herida abierta y encima algo pegado, que hay que arrancar y volver a poner.

El doctor que me empezó a tratar en Santo Domingo fue como un ángel. Venía a casa, me limpiaba las heridas, me daba ánimo, pero cada limpieza del aparato era una tortura. Lloraba, gritaba, pero aguantaba.

En medio de todo eso, estaban ellos: mi papá, mi mamá, mi hermana. Incluso mi esposo. Él se hizo cargo de todo: la casa, el mercado, los pagos, los niños. Porque los niños no podían estar en casa conmigo, por el riesgo de que me dieran un golpe sin querer o de una infección. Ellos se quedaban con mis suegros.

Emocionalmente, empecé a evolucionar poco a poco. a medida que encontraba en redes sociales historias de gente como yo: personas que habían perdido miembros, pero seguían. Personas con prótesis, haciendo su vida. Viviendo. Y entonces pensé: yo de cabeza estoy bien. Lo único que perdí fueron los pies. Y gracias a Dios, me salvaron las rodillas. Eso es una ventaja gigante para caminar.

Las prótesis y el primer paso
Me animé y compré una colchoneta y pesas para tobillos. Les hice un remiendo para amarrarlas a las piernas y empecé a entrenar y a hacer fuerza en las rodillas para recuperar músculo. A trabajar en el equilibrio. Me levantaba, me arrastraba hasta la colchoneta, hacía brazos, abdominales. Y empecé a buscar dónde hacerme las prótesis.

Pero mi cuerpo sana lento, muy lento, y aquí en Dominicana no me las hacían hasta estar 100% sanada. Me desesperé. Me dije: yo las necesito ya. Busqué y encontré un centro en Nueva York: Step Ahead. Hice la cita y viajamos. El primer día me dieron unas prótesis temporales. El segundo, ya tenía las mías. Y caminé.

Cuando las vi por primera vez, me dije: no voy a poder. Porque duelen, molestan, el molde no es perfecto. Pero me medicaba, me enfocaba y seguía. Las terapias eran desde las 7:30 de la mañana hasta la 1 o 2 de la tarde. Subía y bajaba escaleras. Caminaba. Me caía. Me volvía a levantar.

Hoy sigo en ese proceso. No es de un día para otro. Hay días buenos. Hay días en los que me siento invencible. Y otros en los que me siento chiquita, frágil, absurda y digo: “¿Quién me creo que soy? ¿La Mujer Maravilla?” Pero ahí está mi psiquiatra para aterrizarme. Me habló de Frida Kahlo, que siempre me gustó y se me había olvidado que tenía una prótesis. Me recordó su frase: “Pies, ¿para qué los quiero si tengo alas para volar?”

Y yo, que literalmente soy azafata, que vivía en los cielos, pensé: ¿para qué pies, si yo puedo volar?

Vivir con dolor, pero vivir
Lo más duro de todo esto ha sido tener que seguir con dolor. Aprender a moverme con dolor. A vivir con él. Porque el dolor no se va, pero yo tampoco. Estoy con terapia. Estoy con medicina. Estoy viva.

Lo que me ha empujado a seguir es pensar: si otros lo han logrado, ¿por qué yo no? Ver personas que pasaron por lo mismo y hoy caminan, trabajan, manejan, hacen vida… me hizo entender que sí se puede. Que no hay ninguna razón por la cual yo no pueda hacerlo también.
Cada paso ha sido una victoria. Ir sola al baño, bañarme sin ayuda, comer con ganas y no por obligación, vestir a mis hijos, peinarlos, darles comida, tenerlos otra vez en casa. Eso, eso es lo que me hace sentir que voy ganando. Que estoy volviendo a vivir.

Después del accidente, mi familia creó una vaca para ayudarme con los gastos médicos y la respuesta fue abrumadora. Gente que yo ni conocía donó dinero. Gente de todas partes.
Para mí fueron ángeles que me devolvieron la fe en la humanidad, en la bondad. Yo todavía estaba muy herida por ese grupito de personas que en el accidente ignoraron mis súplicas de privacidad, que tomaban fotos, que nos robaban las cosas. Estaba enojada con el mundo. Y esa generosidad masiva me cambió, me hizo querer ayudar más, ser mejor persona.

Desde entonces me han escrito personas de otros países, que están empezando a pasar por algo similar, pidiéndome consejos, contándome sus miedos. Y aunque yo solo llevo siete meses en esto, comparto lo poco que he aprendido. Eso también me da aliento: saber que lo que he vivido puede ser útil para otros.

Mi mamá, mi sombra
Mi familia ha sido mi ancla. Mi todo. Mi mamá renunció a su trabajo y me ha cuidado como un bebé. Ella me cocina, me levanta, me escucha llorar, me abraza. Me dice: “Llórelo, pero sáquelo y siga.” Y yo hago eso. Lo lloro, lo saco, y sigo. Ha sido mi sombra.

Mi esposo también ha estado. Aunque él hizo algo que todavía no he podido perdonar y estamos tratando de sanar, él se ha hecho cargo económicamente de todo. Si tiene que trabajar seis semanas seguidas, lo hace. Y yo he podido enfocarme en mi recuperación sin preocuparme por lo económico. Eso también es parte de la sanación.

La palabra resiliencia me cae mal. Porque a veces uno no quiere ser resiliente. Uno quiere tener derecho a estar mal, a sentirse triste, a decir “esto me duele” sin tener que ser fuerte todo el tiempo. Pero es verdad: hay días buenos y días malos. Y cada día es distinto.

He aprendido a agradecer. A dar gracias incluso sin entender por qué sigo aquí. Y si Dios me dejó, será por algo.

De mí misma he aprendido que no me rindo, que tengo una fuerza que no conocía, que puedo con esto y que voy a poder con más. Y mis hijos están aprendiendo eso también: que no hay límites cuando se quiere, que mamá puede. Y si mamá puede, ellos también.

¿Planes? Sí. Quiero volver a usar zapatos. Suena superficial, pero me pone triste ver mi closet lleno de zapatos que ya no me puedo poner. Entonces estoy buscando otro tipo de pie protésico que me permita usarlos.

Y voy a correr el Maratón de Nueva York. Sí, un maratón. Fue idea de mi cuñado loco, pero la tomé como un reto personal. Vamos a hacerlo juntos.

También quiero viajar. Quiero vivir. Porque la vida es un ratico, aunque suene a cliché. Mañana no está garantizado. Quiero darles recuerdos bonitos a mis hijos y ser para ellos la mejor mamá posible. Mil veces mejor que antes.

Quizá vuelva al trabajo. No sé. Todavía lo estoy considerando y la última palabra dependerá del concepto que dé el equipo médico de la empresa. Pero por ahora, quiero seguir caminando con mis dos nuevos piecitos.

Y además, es curioso: antes, mi mamá y mi hermana se burlaban de mis pies gorditos. Ahora yo tengo pies de Barbie. Y ellas… bueno, ellas son las que ahora tienen pies feos. Así que sí, también hay humor en medio del dolor. Siempre le busco el humor negro a las cosas malas.
Cómo hago… ni yo sé.

A veces me preguntan cómo hago. Y la verdad, ni yo sé. Solo sé que cada día me levanto y respiro. Y eso ya es bastante.

He aprendido a no exigirme tanto, a no querer correr cuando apenas estoy volviendo a caminar. A entender que sanar no es una línea recta, que hay días en los que parezco retroceder, pero igual sigo.

He tenido que reaprender a vivir en un cuerpo distinto, con unos límites nuevos, pero también con una fuerza que nunca había conocido. Y he llorado mucho, sí. Pero también me he reído, me he reído con mis hijos, con mi mamá, conmigo misma. Porque el humor ha sido mi salvavidas. Y porque si no le saco risa a todo esto, me hundo.

Hoy sé que no soy la misma, y aunque suene raro, no quiero ser la misma, porque ahora valoro cosas que antes daba por hecho, como ir al baño sola, peinar a mi hija, caminar, así sea con prótesis, pero caminar.

Yo no elegí lo que me pasó, pero sí elijo todos los días seguir. Y no por ser valiente, sino por mis hijos, por mi familia, por mí. Porque aunque el dolor no se ha ido del todo, tampoco se ha ido la vida. Y mientras haya vida, hay camino. Y mientras haya camino, yo lo voy a seguir con estos pies nuevos.

Hoy, desde este nuevo cuerpo que me sostiene, quiero agradecer profundamente al equipo médico del Hospital IMG de Punta Cana. Su rapidez, su pericia y su humanidad me salvaron la vida cuando el mundo parecía desvanecerse.

No olvido las manos que me operaron, las voces que me alentaron en medio del dolor y los ojos que me miraron con esperanza cuando yo ya no la tenía. A cada médico, enfermera y auxiliar: gracias por ser los primeros en reconstruirme, por no rendirse conmigo. Gracias por darme la oportunidad de contar esta historia.

Fuente: La azafata Salomé para El Tiempo

Comparte esta noticia
Abrir chat
Hola
¿En qué podemos ayudarte?