Por Néstor Saavedra
“Yo tengo el mejor recuerdo de Pedro … era un hombre tímido y creo que muchos países fueron injustos con él. En España, sí lo consideraban, pero como indiano; un mero caribeño. Y aquí en Buenos Aires, creo que no le perdonamos el ser dominicano, el ser, quizás mulato; el ser ciertamente judío (el apellido Henríquez, como el mío, es judeo-portugués). Y aquí él fue profesor adjunto de un señor, de cuyo nombre no quiero acordarme, que no sabía nada de la materia, y Henríquez, que sabía muchísimo, tuvo que ser su adjunto. No pasa un día sin que yo lo recuerde.”
Estas palabras pertenecen al máximo escritor que dio la Argentina, Jorge Luis Borges. Y se refieren al dominicano más grande que vivió en aquel país del sur, Pedro Henríquez Ureña.
Nacido en Santo Domingo (el 29 de junio de hace justo 140 años), de una familia intelectual, pasados sus estudios secundarios viaja por los Estados Unidos (donde se doctora en la Universidad de Minnesota), México, Cuba y España. En 1924 llega a la Argentina y se instala, con su señora y su hija, en una humilde pensión del barrio porteño de Constitución.
Enseguida se destaca por sus ensayos y la habilidad docente. Enseña en la Universidad de La Plata y en el Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Su mayor colaboración se centra en los estudios hispanoamericanistas y el amplio universo cultural de los argentinos. Escribe en la célebre revista Sur y dicta cátedra en el Instituto del Profesorado Joaquín V. González. Su conocimiento es inversamente proporcional a todo tipo de jactancia. Al respecto, Borges afirma que Henríquez Ureña “había leído todo, todo. Y al mismo tiempo, no usaba eso para abrumar en la conversación. Era un hombre muy cortés, y, como los japoneses, prefería que el interlocutor tuviera razón, lo cual es una virtud bastante rara, sobre todo en este país, ¿no?”.
El escritor Ernesto Sábato, que había sido alumno suyo, dio una acertada descripción de los objetivos de tanto caudal intelectual en don Pedro: no le interesaban las ideas en sí mismas sino como conducentes a una utopía de justicia en América Latina.
El 11 de mayo de 1946, llegó corriendo a tomar el tren que lo conducía a La Plata, a 70 kilómetros de su casa en Buenos Aires. Su colega, el profesor Cortina, lo invitó a sentarse a su lado. Henríquez Ureña se desplomó sobre él. Un profesor de medicina que compartía el mismo coche lo examinó. Había muerto a los 61 años dejando la impronta más grande dominicana que la cultura argentina reconozca (o no) hasta la actualidad.
Foto: Cielonaranja.com