Por Néstor Saavedra
Se ha hablado mucho, en estos días, sobre la compra y venta de líderes (el nombre queda un poco grande) y votantes políticos. La práctica merece nuestro mayor repudio y nos recuerda un par de personas que llegaron a vender desde títulos de nobleza hasta una estatua y una casa de gobierno.
En Inglaterra, pasada la Primera Guerra Mundial, el tesoro necesitaba tanto dinero para reconstruir el país, que, entre otras medidas, entregaba sin cargo títulos nobiliarios por los que recibía dinero impositivo. Mounth Gregory, un empleado que tenía acceso a la lista de personas que eran merecedoras de los cargos de dignidad, empezó a venderles los títulos antes de que el Estado las contactara.
Agradecidos del privilegio, los nuevos condes, marqueses, barones, duques, no protestaban y, por tanto, tampoco el Estado hacía nada, pues no recibía quejas. De todas maneras, los títulos les habrían llegado por merecimiento. La cesión y el “negocio” de Gregory terminaron en 1925, cuando se declaró la ilegalidad del traspaso de honores.
Lo de Arthur Ferguson es digno de una película. Este escocés se paraba cerca de un monumento y lo estudiaba con aire de profunda concentración hasta que algún turista le preguntaba algo. Entonces iniciaba su actuación.
En Londres, tuvo la gracia de que un viajero norteamericano lo consultara sobre la causa por la que Ferguson se concentraba mirando la famosa columna del almirante Nelson en plaza Trafalgar. Le respondió que el Estado necesitaba venderla para saldar una deuda que mantenía con los Estados Unidos. Tocado por el nombre de su patria y por su pasión por las colecciones históricas, este millonario se mostró interesado en el tema. El estafador le dijo que estaba encargado de la venta, pero ya era tarde para concretarla, porque había pasado el tiempo de ofertas. Esto estimuló más al comprador y cayó en la trampa: le vendió la estatura por seis mil dólares y, para sellar jurídicamente el acto, le entregó un recibo y los datos de una compañía constructora que le trasladaría el monumento hasta su casa. Cuando le empresa se negó a destruir el monumento y transportarlo, el norteamericano se dio cuenta de que había sido víctima de un cuento.
Ferguson no paró allí: vendió el Big Ben y el palacio de Buckingham. En 1925 viajó a Estados Unidos, donde conoció a un ganadero de Texas que soñaba con vivir en la Casa Blanca. Ferguson le dijo que tenía contactos con el Estado, pero que no lo contara a nadie para no complicar las gestiones: en este silencio, le alquiló la Casa de Gobierno por mil dólares anuales.
Luego huyó a Nueva York, donde encontró otro gran negocio: vendió la estatua de la Libertad a un australiano. Pero cometió un gran error: el comprador le pidió tomarse una foto juntos al pie del monumento. Cuando se enteró de que había sido estafado, reveló la foto y la policía arrestó a Ferguson que, luego de cinco años, recuperó la libertad y vivió rodeado de lujos en una mansión en California.
Pero no todo sucedió en Inglaterra: un tal Ludwig, enterado de que el gobierno francés planeaba reparaciones en la torre Eiffel, la vendió por chatarra y se escapó a Estados Unidos. En Norteamérica llegó al colmo: fabricó una falsa máquina de falsificar dinero, es decir, se propuso estafar a un estafador. Y lo logró: la víctima fue Heber Lober. Ludwig huyó a Chicago, donde se hizo amigo de Al Capone en 1927. Fue, sin dudas, el estafador más importante en ese país. Incluso lo arrestaron y se escapó. Lo encontraron, luego, en Pittsburgh, pero con otro nombre y disfrazado de jubilado. Murió en la cárcel unos pocos años después. Había impreso y circulado 164 millones de dólares falsificados.