Con una sola pregunta cualquier persona puede darse cuenta de cuál es la condición en que se encuentran las fuerzas militares de un país demócrata: ¿creen que tienen capacidades para gobernar? Si la respuesta es positiva, tenga por seguro que, tarde o temprano, llegará un golpe de Estado.
No digo que las fuerzas de seguridad intervengan en caso de una desmadrada democracia, especialmente las de tinte dictatorial, aquellas que, disfrazadas de ovejitas que le dan beneficios al pueblo (como si no fuera su obligación), buscan perpetuarse en tiranías de lobos. Pero la milicias de un país democrático solo sirve para su función: guardar el orden, la integridad de la sociedad, siempre bajo la batuta del Jefe de Estado.
Si por alguna razón intervinieran para cortar una tiranía, jamás deberían encargarse de ser sus sucesores porque se convertirán también en un poder despótico desplazando o poniendo bajo sus botas a los poderes legislativo y judicial también. Es una vieja historia que tuvo en República Dominicana un triste exponente, aquel 25 de septiembre de 1963.
El país llevaba tres décadas asfixiado por Rafael Leónidas Trujillo. Lo asesinan y toma el poder su hijo, Ramfis, que siguió la misma corriente de terror que su padre. Tras un breve gobierno de Joaquín Balaguer y el ordenamiento jurídico del doctor Bonnelly, Juan Bosch gana las elecciones en 1962.
Sin embargo, un golpe de Estado el 25 de septiembre del año siguiente solo le permitirá presidir siete meses en el poder. El golpe fue dirigido por los generales Elías Wessin y Wessin y Antonio Imbert Barreras, acusando a Bosch y a su gabinete de ser »corruptos y procomunistas», y reemplazándolos con una junta militar de tres hombres. Bosch se exilió en Puerto Rico. Nuestro país seguía sin aprender.