Por Néstor Saavedra
Hacía frío en el invierno argentino de 1956. El presidente Juan Domingo Perón había sido depuesto seis meses antes luego de diez años de gobierno. El más prestigioso de los diarios argentinos, La Prensa, había sido devuelto a sus dueños, luego de cinco años de mordaza oficial. La redacción le lleva al periodista Roberto Giusti un ejemplar del libro La era de Trujillo que iba a aparecer en las librerías de Buenos Aires.
Había sido escrito por Jesús de Galíndez, profesor español que, en su estadía de siete años en República Dominicana había reunido mucha información sobre Rafael Leónidas Trujillo. En 1946, el docente huyó a Nueva York ante el temor de una represalia. Diez años después, ante la aparición del citado libro, fue secuestrado por fuerzas trujillistas en su departamento de la Quinta Avenida. Fue dado por muerto pero su cuerpo jamás apareció.
Cuando aún de Galíndez estaba desaparecido, Giusti escribió la nota titulada “Espejo de una dolorosa realidad política”. Inmediatamente, el escritor y periodista Federico Llaverías Arredondo, embajador de República Dominicana en Argentina, le envió una carta a Giusti “no para defender al Generalísimo Trujillo, a quien le basta para su defensa la obra que realiza en bien de la patria” sino para invitarlo a conocer el país caribeño.
Llaverías había escrito en forma “personal y confidencial”, pues aún no había presentado sus credencias para la aceptación como embajador. La carta es una apología, una defensa a viva voz, del presidente dominicano. Lo exalta como el que los sacó del oscurantismo, le dio paridad a la moneda local con el dólar, “alfabetizando totalmente al pueblo, dominicanizando las fronteras, fomentando el espíritu católico y convirtiendo al país en un baluarte del anticomunismo en América”.
La exageración llega al punto de afirmar que Trujillo había extinguido el caciquismo revolucionario, “convirtiendo a las cárceles en escuelas sin que exista un solo preso político, llamando a todos los exiliados voluntarios a regresar al país (no hay expulsados propiamente dichos)”.
Para él, trujillo era un caso “digno de desapasionado análisis que por su grandeza eclipsa los lunares de que pueda adolescer. Es un caso excepcional en que un pueblo, agradecido, se le impone a un gobernante para que continúe su obra constructiva y no un gobernante a su pueblo.”
Giusti le respondió con igual cordialidad y comparó la megalomanía de Trujillo con la de Perón, reflejada, por ejemplo, en ponerle su nombre o el de su esposa a calles, pueblos, torneos y todo lo posible: “me ofende que la capital ilustre, bautizada por Colón, haya recibido otro nombre”, Ciudad Trujillo. Para Giusti, “el expresidente argentino aprendió muchas cosas del expresidente dominicano”.
Le dice también que “los progresos materiales realizados en Santo Domingo bajo las cuatro presidencias de Trujillo, y la de su reemplazante y hermano” no son prueba de democracia sino una buena defensa, exagerada con la publicidad, de cualquier dictador: “ni las pirámides de Egipto … han pagado todavía el precio de sangre y dolor que costaron a centenares de hombres” y “ni un ferrocarril, una carretera o un observatorio” tapan la autocracia, por ejemplo, del presidente Ecuatoriano Gabriel García Moreno.
Llaverías, tiempo después, lo visitó a Giusti y lo único que hizo fue hablar maravillas de Trujillo y no darle ni un segundo para réplicas. El argentino, entonces, le dijo que estaba apurado y tenía que ir escuchar una conferencia. Llaverías le dijo que lo acompañaba. Giusti le advirtió que era un orador muy aburrido. El dominicano percibió la indirecta. No fue.
Giusti no lo vio más. Había sido reemplazado por otro periodista amigo de Trujillo.